masesmenos
lunes, diciembre 26, 2005
  Generación espontánea
La piel extraña la mano adormecida
Sólo si los ojos están bien cerrados
Y el durmiente duerme solo
Como duermen: los muertos, los dioses

¿Qué inventó Pasteur?

¿NO EXISTE GENERACIÓN ESPONTÁNEA?

Si diseccionamos esta pieza vieja
Este cuerpo básico. Encontramos.
Bacterias/pequeños microorganismos:
fuerzas desaprovechadas en formación

Miran los doctorandos
la bestia en desarrollo
El momento en que secreta.
Pregunta un joven de anteojos
(montura de plástico color carey):
¿Y si son los microorganismos
quienes deciden y dan la orden?:

¿QUE BUSCA? ¿HACIA DONDE VA?

Los ojos cerrados y la piel extraña
La mano insensible; un secreto.
El tiempo toma el lugar de lo espaciado
Donde todo es sendero, niño
A los relámpagos ordena,
la bestia.
Que como ella nacen del cielo
y buscan la tierra
 
 
Intenso. No quisiera pero,
Así y todo. Sensible.
Un temblor corpóreo total
Que avanza mutilante,
Sobre una fronda de ladrillos
Hechos trizas,
Y en punta,
Como hojas de filoso
Afeitar,
Desnudos a la espera del
Pie descalzo que los entierre

Intenso, sensible,
Como el recuerdo de
Un padre,
Quien nos hizo.
Un padre,
Que fue hijo,
Para un abuelo
Un padre,
Que no pudo,
No pudo, no
Cuando fue hijo
Hacer dinamitar
No Pudo
Romperle el lomo
Al padre
 
domingo, diciembre 25, 2005
  Agua dividida
Ahora no hay motivo
para bajar la música
Para despertar
Del sueño
Que se reproduce en
sábanas standard.

Luego de correr
y cansarme
No viene el olvido ni
Se abruptan
Las palabras
o los tonos:
apenas vislumbro
un silbido
O una agitación corporal
sobreviene y un
ahogo
Bajo el agua
De la ducha que cae y
no es
Lo suficientemente
fria
O Lo suficientemente
caliente
Para hacer retroceder
o mantener tu imagen
Corriéndose o yéndose
o apartándose
como un chorro
De agua dividida

No es tan grave como
Otras cosas
Apenas el deseo remoto de
Abrir
Los ojos al cielo
Y verme a mí desde
El césped en igual tamaño que
el cielo
Con mi único parpadear
De mundo
En el cielo particular y mío
Como ante un espejo individual.
Como el soldado muerto de Rimbaud.
Claro.

Y otra vez, rápido
me vienen las ganas
De la vida
Hardcore : en la cabeza.
El efecto de ese alguien
que alguna vez,
Le dijo al adolescente
en tren de experiencia
Al oído,
en una noche alcoholizada
Algo
Que le cambiaria la vida para siempre.
¿Algo es alguien?, me dijo,
y sentí una turgencia
Una emergencia,
una erección.

Solo ahora
en el campo
En la cama, en la cima
donde pierden
Oxígeno las palabras,
Las palabras indómitas
que no vienen
de ninguna parte
pues están;
no dicen nada

Pero nombran apenas,
y ¡apenas!, ¡apenas!, ¿¡apenas!?
Si soy optimista ¿apenas?
dan vida, dan luz,
¿apenas?
Solo ahora
en el campo
no quiero romper todo,
ni con todos
¿Para qué ensuciarnos con
tanta inclaridad
Doméstica,
Violenta,
Violadísima?

¡Pero ese es otro que no ha descansado
lo suficiente!
Yo en cambio aquí
me corto en la contemplación;
en la contemplación ofensiva
que no le teme al tacto
¿Por qué acaso creer en algo
nos va a permitir dejar
de tramar realidades
Paralelas mientras nos tocamos
por las mañanas,
en la media lengua
De los durmientes?
¿Por qué acaso creer en algo
nos va a permitir dejar de
forzar la lengua
Acolchada;
manchada como sábanas
repetidas de esperma,
artificial crema de los hombres?
 
miércoles, diciembre 21, 2005
  otros dos
La noche en que
a la par de una morocha
Iba camino a ponerte
las guampas por primera vez,
Calle doce, parque Saavedra;
por la vereda en que,
los domingos se apostan
en la línea de la calle
los puestos de libros de viejo,
juro que te vi dos o tres veces,
sentada, contemplativa, fantasma
en la oscuridad de los bancos
de cemento,
cada treinta segundos descubriéndome.

Ahora se me aparecen,
en esos mismos bancos,
De negrura indiferenciable,
Tus pestañeos como reflejos
Porque ahora,
en el parque estamos
Vos y yo sobreimpresos
En el fondo acuoso donde
Suceden las cosas

***

Tu cuerpo o el recuerdo
El recuerdo de tu cuerpo o
Cómo se me representa ahora
Tu cuerpo
Alcanza con decir: tu cuerpo
Ya no es uno sino muchos,
Un collage que si muevo el ojo
Como lo movemos los estrábicos
Lo fijo en el parque, tu cuerpo
Por la vereda de las palmeras
Caminando apacible a mi lado,
Tu cuerpo
Yendo en dirección a tu casa,
De portón de chapa marrón
Bailando, tu cuerpo
Por calle catorce,
En el diciembre del '99
 
lunes, diciembre 19, 2005
  El fantasma
Viste al final mujeres pésimas, demasiado malas como para darte la posibilidad de confiarte a las caricias. No sólo las viste, también las viviste. Las seguiste a lo lejos. Con una mirada entre desinteresada y controladora, te abandonaste a la seducción de sus cinturas y luego te detuviste sin parpadear. Pero fueron ellas las que te buscaron, las que te siguieron como ciegas a tu habitación. Te desvistieron, cada una de ellas, y vos sin siquiera atinar a fumar un cigarrillo te recostaste en camas sin sábanas con un raro pensamiento de inconformidad, con un gusto agrio en la boca. Dejaste hacer: no dijiste nada, cumpliendo en silencio el mandato que indica que cada cual es responsable de sus actos y que la libertad de cada uno termina donde comienza la del prójimo. Fueron buenas pero eran, en lo esencial, lo contrario. Eso siempre lo supiste porque, en tanto que hombre, también vos fuiste otras veces el que en esos momentos no estaba en la habitación. El fantasma de aquellas noches, vos también fuiste lo siniestro. Lo que siempre, de pronto, podía volver a aparecer para dar susto. Vos, el que imaginaba lo que otro realizaba o dejaba de realizar. Un anónimo al que después, cuando todo hubo terminado y la atmósfera de agitación comenzaba a dar lugar al aire pesado del después de la ventura, todas ellas, sin excepciones, se referían sin sacarte del anonimato. Entonces el juego de la imaginación, algunas veces, pasó a tu lado y tuviste el deseo de seguirlo. Imaginar qué cara podía llegar a tener, qué cara podía haberte imaginado y dibujado algún otro, cuando vos eras el anónimo, qué cara o que vida cotidiana, que manera de acariciar lo que ahora vos acariciabas, que manera de chupar lo que ahora vos chupabas, podía tener el fantasma.
 
sábado, diciembre 17, 2005
  Rumbo a calle catorce
Como si no hubiera pasado el tiempo, lo primero que hizo al volver a La Plata fue simular que hacía el mismo recorrido de lanzarse a pie a la casa de calle catorce. Es decir, hizo el mismo recorrido, pero sin llegar y tocar la puerta, como solía hacer porque el timbre nunca andaba. Ya no fumaba y siempre que iba a lo de ella, aprovechaba para fumar solo y en silencio durante el trayecto. No fumaba, así que cuando cerca del punto de partida, su barrio, se detuvo en un kiosco, dudó antes de entrar para comprar. Se vio obligado a optar por algo distinto, otra cosa que, casi como el cigarrillo, había perdido su trazo de cotidianeidad para alojarse en el territorio de los recuerdos que no tienen ni gusto, ni aroma, ni perfume: un alfajor de dulce de leche. Eran un kiosco nuevo, una instalación impersonal o mejor dicho anónima, en un trayecto indefinible de la calle sesenta y cuatro que pronto olvidaría. La mujer que lo atendió era delgada, imprecisa como su kiosco y bajo los ojos tenía marcas ojerosas, como si una gran amargura la hubiera obligado la noche anterior a ingerir grandes dosis de clonazepan. El trato fue amable, con un gesto entre tímido y sinceramente alegre. A él la elección de la bondad le pareció el resultado de una reflexión que, se suponía, hacían todos aquellos que eran afectados por la depresión. Ubicándolo en el inconcluso territorio del discurso, el razonamiento de la mujer, pensó en el intervalo de tiempo que dura un flash, podría ser el siguiente: "Nadie tiene la culpa de nada, menos un cliente. Si soy descortés, aunque tenga ganas de serlo, la culpa va a caer sobre mí, como siempre". Antes de despedirse, se arrepintió de haber elegido un solo alfajor y pidió otro. En el cálculo de la duración del trayecto, un alfajor era insuficiente ahora que empezaba a caer el sol. Y no le faltó razón. Agotó el primero en el trayecto que va desde calle cuatro a la avenida siete.
El juego consistía en intentar asir la mayor cantidad de sensaciones que se le ocurrían cada vez que tomaba el trayecto cuando aun estaban juntos. Había un sinfín de sensaciones: un escalofrío en los veranos, cuando sentía que al llegar iban a tener sexo ineluctablemente; una suerte de tristeza honda en los días nublados, o en los días en los que él estaba nublado, una tristeza perfectamente definible, como las sensaciones que producían, según su parecer, determinadas melodías típicas, de color local; podía aparecer también el cambio abrupto, es decir, que varias sensaciones se intercalaran o se yuxtapusieran, la tristeza y la alegría, el vértigo y la planicie, el sexo y el aburrimiento. Si iba en bicicleta, una todo terreno color marrón dorado, de cuadro GT, las sensaciones podían ser exactamente las mismas sólo que en un registro vertiginoso, heroico o suicida por las carreras que le corría a los autos. Lo cierto era que todas las posibilidades pertenecían al juego de las especulaciones y no estaban constituidas en verdad más que por la misma materia, la imaginación, que era donde comenzaba a inscribir el recuerdo en esa esquina, al salir del kiosco. Estas sensaciones, creía, podían confundirse con una suerte de consuelo, pero en verdad, pensaba, no tenían ninguna diferencia con aquellas. Se trataba de la simulación del consuelo y nada más. La diferencia entre las sensaciones previas al encuentro y éstas, a las que no las esperaba ningún encuentro, era el destino, el chan chan final.
 
  un pequeño recuerdo
Un pequeño recuerdo puede mover una laja del piso y abrir un hueco por donde ver sueños o pesadillas. Pasado, en todo caso, que es siempre lo que se ve con los ojos. Pasado, que es el único sueño o pesadilla de la que tenemos noción. De esa pequeña rememoración pueden surgir otras rememoraciones, se puede anudar una cadena de imágenes desgastadas, que titilan una luz pobre y liberan una música inaudible. Por ejemplo: a través del primer hueco en el piso se ve un par de anteojos en una mesa, son los dos primeros anteojos en la vida de alguien. En mi vida. Son redonditos, de un acrílico tipo carey, bien redonditos como los anteojos de John Lennon. Están apoyados en la mesa del living de mi casa, que siempre fue la misma, con un mantel floreado de tonos marrones, otoñales. Ese mantel fue cambiado varias veces, y también el nylon que lo cubre, de la misma manera que el centro de mesa, y las flores que por lo general lo llenaban. Pero la mesa redonda siempre estuvo ahí, y por mucho tiempo también el televisor viejo, con perilla, estuvo ahí. Era un televisor Hitachi, con una puertita grande donde estaban los sintonizadores de brillo, color, contraste y sonido. El color era gris plateado, en una época en que ese color era garantía de modernidad. El plateado es el único color que parece un antídoto contra el tiempo porque no se desgasta. O al menos generalmente no se desgasta. Solamente se desgasta si el plateado se inscribe en una superficie de plástico. En esos casos se vuelve de un color blanquecino, o blanco traslúcido, como la materia que sometida a tensión está a punto de romperse.
Comienzo con sabor a reminiscencia proustiana
o imagen de perseguidor recuerdo ¿sarliano?
(el link develará que no es de Sarli, sino de aquello
que flotó unos minutos sobre la arena de Playa Grande).
Principio nostálgico, cuanto menos mirada amorosa
-y también, aterrada- por sobre el hombro;
manera adecuada de iniciar este proyecto
que es un regreso a esas prácticas privadas,
ahora en blog -ese infantil aleph para los temores humanos.
 
donde Quique (se) cuelga y Santiago comenta

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