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sábado, diciembre 17, 2005
  Rumbo a calle catorce
Como si no hubiera pasado el tiempo, lo primero que hizo al volver a La Plata fue simular que hacía el mismo recorrido de lanzarse a pie a la casa de calle catorce. Es decir, hizo el mismo recorrido, pero sin llegar y tocar la puerta, como solía hacer porque el timbre nunca andaba. Ya no fumaba y siempre que iba a lo de ella, aprovechaba para fumar solo y en silencio durante el trayecto. No fumaba, así que cuando cerca del punto de partida, su barrio, se detuvo en un kiosco, dudó antes de entrar para comprar. Se vio obligado a optar por algo distinto, otra cosa que, casi como el cigarrillo, había perdido su trazo de cotidianeidad para alojarse en el territorio de los recuerdos que no tienen ni gusto, ni aroma, ni perfume: un alfajor de dulce de leche. Eran un kiosco nuevo, una instalación impersonal o mejor dicho anónima, en un trayecto indefinible de la calle sesenta y cuatro que pronto olvidaría. La mujer que lo atendió era delgada, imprecisa como su kiosco y bajo los ojos tenía marcas ojerosas, como si una gran amargura la hubiera obligado la noche anterior a ingerir grandes dosis de clonazepan. El trato fue amable, con un gesto entre tímido y sinceramente alegre. A él la elección de la bondad le pareció el resultado de una reflexión que, se suponía, hacían todos aquellos que eran afectados por la depresión. Ubicándolo en el inconcluso territorio del discurso, el razonamiento de la mujer, pensó en el intervalo de tiempo que dura un flash, podría ser el siguiente: "Nadie tiene la culpa de nada, menos un cliente. Si soy descortés, aunque tenga ganas de serlo, la culpa va a caer sobre mí, como siempre". Antes de despedirse, se arrepintió de haber elegido un solo alfajor y pidió otro. En el cálculo de la duración del trayecto, un alfajor era insuficiente ahora que empezaba a caer el sol. Y no le faltó razón. Agotó el primero en el trayecto que va desde calle cuatro a la avenida siete.
El juego consistía en intentar asir la mayor cantidad de sensaciones que se le ocurrían cada vez que tomaba el trayecto cuando aun estaban juntos. Había un sinfín de sensaciones: un escalofrío en los veranos, cuando sentía que al llegar iban a tener sexo ineluctablemente; una suerte de tristeza honda en los días nublados, o en los días en los que él estaba nublado, una tristeza perfectamente definible, como las sensaciones que producían, según su parecer, determinadas melodías típicas, de color local; podía aparecer también el cambio abrupto, es decir, que varias sensaciones se intercalaran o se yuxtapusieran, la tristeza y la alegría, el vértigo y la planicie, el sexo y el aburrimiento. Si iba en bicicleta, una todo terreno color marrón dorado, de cuadro GT, las sensaciones podían ser exactamente las mismas sólo que en un registro vertiginoso, heroico o suicida por las carreras que le corría a los autos. Lo cierto era que todas las posibilidades pertenecían al juego de las especulaciones y no estaban constituidas en verdad más que por la misma materia, la imaginación, que era donde comenzaba a inscribir el recuerdo en esa esquina, al salir del kiosco. Estas sensaciones, creía, podían confundirse con una suerte de consuelo, pero en verdad, pensaba, no tenían ninguna diferencia con aquellas. Se trataba de la simulación del consuelo y nada más. La diferencia entre las sensaciones previas al encuentro y éstas, a las que no las esperaba ningún encuentro, era el destino, el chan chan final.
 
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