El fantasma
Viste al final mujeres pésimas, demasiado malas como para darte la posibilidad de confiarte a las caricias. No sólo las viste, también las viviste. Las seguiste a lo lejos. Con una mirada entre desinteresada y controladora, te abandonaste a la seducción de sus cinturas y luego te detuviste sin parpadear. Pero fueron ellas las que te buscaron, las que te siguieron como ciegas a tu habitación. Te desvistieron, cada una de ellas, y vos sin siquiera atinar a fumar un cigarrillo te recostaste en camas sin sábanas con un raro pensamiento de inconformidad, con un gusto agrio en la boca. Dejaste hacer: no dijiste nada, cumpliendo en silencio el mandato que indica que cada cual es responsable de sus actos y que la libertad de cada uno termina donde comienza la del prójimo. Fueron buenas pero eran, en lo esencial, lo contrario. Eso siempre lo supiste porque, en tanto que hombre, también vos fuiste otras veces el que en esos momentos no estaba en la habitación. El fantasma de aquellas noches, vos también fuiste lo siniestro. Lo que siempre, de pronto, podía volver a aparecer para dar susto. Vos, el que imaginaba lo que otro realizaba o dejaba de realizar. Un anónimo al que después, cuando todo hubo terminado y la atmósfera de agitación comenzaba a dar lugar al aire pesado del después de la ventura, todas ellas, sin excepciones, se referían sin sacarte del anonimato. Entonces el juego de la imaginación, algunas veces, pasó a tu lado y tuviste el deseo de seguirlo. Imaginar qué cara podía llegar a tener, qué cara podía haberte imaginado y dibujado algún otro, cuando vos eras el anónimo, qué cara o que vida cotidiana, que manera de acariciar lo que ahora vos acariciabas, que manera de chupar lo que ahora vos chupabas, podía tener el fantasma.